Junto con la pandemia, Joe Biden debe atender problemas en el mercado laboral interno, así como la reconstrucción de confianza y relaciones comerciales que se vieron erosionadas durante la era Trump.

Joe Biden llega a la Casa Blanca para ponerse al frente de la peor crisis sanitaria en la historia moderna, en el lugar con los mayores índices de contagios y muertes, y que a la vez representa la economía más grande del planeta. Si hay que medirlo por otros indicadores que hablan del tamaño del reto que tiene por delante, se podría mencionar que su país también lidera las estadísticas en rubros como personas que creen en conspiraciones de poder lideradas por pedófilos o en ciudadanos encarcelados frente al total de la población.

La tarea no es menor. Y no lo es, especialmente en los frentes de pandemia y economía, aunque para este punto del partido se entiende que suelen parecer el mismo: con números y características bien distintas, pero al final con el balance de vidas humanas siempre en un extremo del hilo.

Con cerca de 24 millones de casos reportados y acercándose rápidamente a los 400.000 muertos, cerrarle el paso al COVID-19 es una de las grandes tareas pendientes de Biden, que llega a gobernar un país con una conciencia pública más inclinada hacia la paranoia y el miedo que hacia el sentido común y la ciencia.

Ganarle tiempo al virus hasta que al menos haya una entrega y aplicación de vacunas de forma masiva y eficaz parece imponer nuevas medidas de restricción. Uno de los asesores de Biden en el frente de la pandemia, Michael Osterholm, ha dicho públicamente que el país se acerca a un “infierno de COVID”. Y en su opinión, el control de la circulación del virus (al menos para dar tiempo a las vacunas) se lograría con restricciones nacionales de entre cuatro y seis semanas.

Y esto es potencialmente preocupante para el mercado laboral, en particular, pero en general para la recuperación económica. Para diciembre pasado las autoridades de EE. UU. reportaron que se perdieron 140.000 puestos de trabajo, la primera vez que el indicador tuvo un descenso neto desde el primer pico de la pandemia (particularmente en abril). Hace apenas un par de semanas se registraron más de un millón de solicitudes para beneficios por desempleo, un número que no se veía desde julio.

Ahora bien, hay un cierto consenso entre analistas y especuladores del mercado sobre el ritmo de recuperación de la economía de Estados Unidos, que para este año tendría el desempeño menos malo en el conjunto de las naciones más ricas en el planeta.

Claro, ese supuesto está construido sobre pilares llenos de incertidumbre como el despliegue y alcance de los esfuerzos de vacunación, pero también sobre la velocidad de recuperación en términos de trabajos y subsistencia de pequeños negocios (los mayores afectados por la crisis). A esto habría que sumarle la estabilidad de mercados como el del petróleo, por ejemplo.

Hay unas sabias palabras de un analista que bien ayudan a ilustrar estas tensiones: “Qué tanto y qué tan rápido se puede llenar una tina que igual tiene una fuga”.

En el punto más duro de la pandemia, la crisis destruyó unos 22 millones de empleos en Estados Unidos. Más de la mitad han vuelto a existir desde entonces. Pero hay sectores claves que siguen atados al futuro nebuloso de la pandemia: eventos en vivo (y prácticamente todo el renglón de entretenimiento que no vaya por streaming), aviación y, en general, cualquier actividad que este atada al turismo.

La buena noticia es que aún hay un paquete de estímulos que está entregando dinero a hogares y negocios, que fue aprobado el año pasado luego de una negociación política paralela al drama electoral de noviembre. Esto, sin duda, ayuda a ajustar los golpes inducidos por la inactividad presente y, en parte, por la que podría venir por cuenta de nuevas medidas de restricción. La mala es que esos recursos llegan hasta mediados de marzo, por lo que, bajo la óptica de analistas y académicos, es vital aprobar más alivios mientras se puede superar lo peor del momento actual de la pandemia.

El vaso medio lleno para Biden es que, con el control de ambas Cámaras legislativas, los temores fiscales de los republicanos (que igual aprobaron recortes tributarios para empresas por US$1,5 billones) serán una molestia menor a la hora de expandir el gasto nacional en asistencia social.

Los riesgos de no ponerse de acuerdo ahora en un nuevo paquete de ayuda son enormes de cara al futuro, según la opinión de Joseph Stiglitz, premio Nobel de Economía (en un análisis recogido por el diario The New York Times).

El plan de Biden para seguir extendiendo la ayuda social incluye recursos por US$1,9 billones, con lo que se podrían entregar unos US$1.400 a los más vulnerables. Además de este paquete de asistencia, el nuevo presidente espera impulsar un proyecto de gasto estatal en temas como infraestructura, que debería irrigar la economía con unos US$7 billones durante la próxima década. Esta última porción será financiada con un aumento de los impuestos, con especial énfasis en las personas que ganen más de US$400.000 anuales.

Fuente: El Espectador